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Channel: Jerga de los pacientes – Laboratorio del Lenguaje
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El difícil decúbito

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En medicina se denomina posición de decúbito prono a aquella en que el cuerpo reposa sobre su parte delantera, es decir, cuando está boca abajo; y es decúbito supino la contraria, apoyado sobre la espalda. Pero lo común es hablar de postura boca arriba o boca abajo que, parecería, son términos que entiende cualquiera sin dificultad. Pero esto no siempre es así.

El médico que acudió a una casa rural encontró a un viejo paciente que yacía de lado, acurrucado por el dolor, con la compañía de su mujer sentada al borde de la cama. El doctor se dispuso a explorarlo y le pidió que se colocara boca arriba. Aquel hombre sin modificar su actitud le miró con ojos extrañados.

—¿Cómo que boca arriba? ¿Eso cómo es?

Pues boca arriba, ¿cómo va a ser?

El viejo parecía seguir sin entender lo que el médico le ordenaba y no era porque el dolor le impidiera adoptar la postura requerida sino que con la mayor ingenuidad no acertaba a saber qué era “poner la boca arriba”. La esposa supo encontrar las palabras adecuadas que arreglaron la situación.

Eutimio, lo que el doctor dice es que te pongas de memoria.

Y de inmediato el hombre se dio la vuelta, quedó en perfecto decúbito supino, completamente estirado de piernas y tronco y con los brazos flexionados y las manos cruzadas sobre el pecho. De memoria quería decir para aquellas gentes ¡la postura de los muertos! Con todo lo gracioso del asunto la cosa no deja de tener un sugestivo interés en cuanto a la antropología cultural puesto que significa la pervivencia en ámbitos sociales muy aislados de términos ya olvidados en la mayoría de los demás sectores de la población. En efecto, la memoria, el memento latino, es un concepto que secularmente estuvo unido a la muerte y, sobre todo, a la representación que del ser humano muerto guardaba la sociedad. Son los monumentos sepulcrales de casi todas las culturas en los que la figura del difunto aparece en esa concreta postura yacente, y da lo mismo que lo haga con alardes escultóricos o pictóricos o con apenas unos trazos ideográficos como vemos en tumbas muy primitivas en los más distantes lugares del mundo.

José Ignacio de Arana


Mesura al corregir

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Con demasiada frecuencia nos quejamos los médicos de incorrecciones del lenguaje cometidas por los pacientes. Pero a veces quien se equivoca es el médico porque creyendo oír de labios del paciente un término mal pronunciado, hace su propia corrección sobre la marcha y mete la pata. Para comprender el caso que voy a contar hay que imaginarse una consulta masiva de medicina general donde el médico, sobrepasado en su labor por más de un centenar de pacientes que tenía que ver en dos horas —y así eran hasta hace unos años, aunque ahora parezca increíble a las nuevas generaciones, muchas de las consultas de la Seguridad Social, se limita a expedir volantes para los distintos especialistas según los síntomas que muy someramente le cuente el enfermo o, directamente, según la petición de éste.

A la consulta del oftalmólogo acude una mujer provista de su correspondiente volante del médico general.

Usted dirá, señora.

Pues verá; es que cuando termino de hacer de vientre y me limpio, el papel sale manchado de sangre.

Ojos desorbitados del médico; crispación de puños y subida de la adrenalina.

Pero, oiga, ¿qué clase de broma es ésta? A usted ¿quién la manda aquí?

El médico de cabecera.

Pero usted ¿qué le ha contado?

Pues nada porque no había tiempo, que yo tenía el número ochenta y cinco y detrás de mí estaba la sala de espera llena. Yo sólo entré y para no tardar le pedí al médico un volante para el culista.

El oftalmólogo descargó la adrenalina a través de una carcajada y compadeció a su colega generalista que en esta ocasión se había pasado de perspicaz al “traducir” el lenguaje de aquella mujer.

Otro caso de “corrección incorrecta”: El médico observa una radiografía del tórax de un paciente y en ella una alarmante imagen redondeada que conviene estudiar más detalladamente con otras técnicas radiológicas. Y volviéndose a su ayudante dice en tono coloquial: “Vaya huevo que tiene este hombre; pídele una tomografía”. Y aquel paciente acudió unos días después a un gabinete de radiología provisto de un volante en el que se había subsanado el lenguaje soez del médico poniendo en la indicación: “Tomografía de testículo”. Lógicamente el radiólogo consideró disparatada aquella petición y llamó telefónicamente al colega prescriptor para confirmarlo, con lo que se aclaró todo.

José Ignacio de Arana

Jartible y otros “palabros”

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No, no busque el lector la palabra jartible en el diccionario de la RAE. No la encontrará. Se trata de un modismo de uso en Andalucía y con más asiduidad en la zona gaditana. Procede de la deformación de “hartible”, otro vocablo sin reconocimiento académico y corresponde a la definición de “persona o cosa que resulta pesada o cansina”. Dejando de lado el rigor de nuestro centón regulador del lenguaje, ¿no conocemos nosotros a nuestro alrededor a individuos, o ideas repetidas entre la opinión pública, que se ajustan con toda propiedad a tan pintoresca palabra?

Otro andalucismo, algo más difundido en el habla popular del resto de España es malaje. Define a la persona malintencionada, desagradable, antipática o de poca gracia. Al parecer, según algunos estudiosos de la lengua “no académica”, su origen estaría en “mal ángel”, es decir, mal espíritu o malas ganas a la hora de hacer algo. Se escribe indistintamente con j o con g. No cabe duda de que consigue reducir a un solo vocablo conceptos de prolija descripción pero ciertos y de innegable presencia en la vecindad de cada cual.

Un tercer término tomado del habla popular andaluza es esaborío o desaborío, que proviene casi seguro de “desabrido” o sin sabor y que alude al sujeto soso, sin gracia, y también al áspero en el trato. Tiene en vascuence un sinónimo que declara bien su mismo origen: sinsorgo, persona sosa, sin interés, o que intenta hacer gracia y no lo consigue.

La última palabra que quiero comentar es gualdrapa. La segunda acepción que recoge el Diccionario de uso del español de D.ª María Moliner es: “harapo desaliñado y sucio que cuelga de la ropa”. En relación quizá con esto se dice gualdrapas, casi siempre así, en plural, de aquella persona andrajosa en su forma de vestir pero no por pobreza y falta de medios para hacerlo con mejor estilo, sino por gusto y casi diríamos que como actitud desafiante ante los convencionalismos sociales. Por ejemplo, las calles están hoy llenas de jóvenes que calzan pantalones vaqueros artificialmente rotos y deshilachados que serían pregón de miseria si no fuese porque constituyen una moda internacionalmente asumida y cuestan, según dicen, un precio muy superior a los de hechura completa y sin romper.

José Ignacio de Arana

Las jugosas etimologías populares

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Es frecuente entre facultativos hacer chanza de los barbarismos médicos populares y burla de los pacientes con pocos estudios que yerran —lógicamente— cuando tratan de reproducir, tiempo después de haberlo oído solamente una vez, un tecnicismo médico que jamás vieron escrito. Ocurre en ocasiones que el paciente trata simplemente de hacer más fácilmente pronunciable un término que se le atraviesa: dice *póstrata*, por ejemplo, en lugar de ‘próstata’; que no es algo muy diferente a lo que ocurre con el médico que llama *propanolol* al propranolol. Y que muy bien podría llegar a considerarse correcto alguna vez, del mismo modo que hoy ya a nadie extraña oír ‘cocodrilo’, ‘murciélago’ o, entre médicos, ‘morbilidad’, a lo que más correctamente deberíamos haber llamado crocodilo, murciégalo y morbididad, sus nombres primigenios correctos en español.

Más aún me admira el hecho de que tantos médicos cultos sean incapaces de percibir la enorme fuerza plástica y vigor expresivo de muchas de estas acuñaciones populares. Que en muchos casos, por cierto, entroncan con un fenómeno bien conocido por los lingüistas: el de las etimologías asociativas o populares, derivadas de la inclinación natural que tenemos los hablantes por encontrar una justificación fonética, morfológica o semántica para los términos que nos resultan extraños. Ello lleva, en no pocos casos, a modificar el significante de una palabra para acomodarlo al de otro término no relacionado con ella, pero con el que los hablantes perciben parentesco etimológico.

Es el caso, por ejemplo, de quienes llaman *mondarinas* a las mandarinas porque se pelan o mondan bien y *pinómanos* a los pirómanos porque con frecuencia prenden fuego a pinares. Cuando son pocos quienes usan alguna de estas etimologías populares, decimos que es un error y nos producen risa; pero cuando el nuevo término se difunde entre los hablantes y termina siendo mayoritario, la RAE suele admitirlo y pasar a considerarlo correcto: así sucedió con ‘vagamundo’ (originalmente vagabundo; pero que realmente vaga por el mundo), con ‘sabihondo’ (originalmente sabiondo; pero con saberes de indudable hondura o profundidad), con ‘prestidigitador’ (originalmente prestigiador; pero que mueve velozmente los dedos) y con ‘verdolaga’ (originalmente bordolaga; pero con hojas de color verde).

¿No les parece que muchas veces la etimología popular acuñada por los pacientes cuadra mejor con el significado del término que su nombre original? Pienso, no sé, en frases como «le digo yo que lo de mi hermana es misterismo puro» (y es que, realmente, el histerismo o histeria es una de las enfermedades más misteriosas que existen), «tuvieron que hacerle la innecesaria porque tardaban en venirle las contracciones» (especialmente en países como España, donde se practican 100.000 cesáreas anuales y un 35% de ellas se consideran, sí, innecesarias), «hasta que no se me cure la bananitis no puedo disfrutar con mi señora» (¿quién recuerda ya que al glande en griego lo llamaban βάλανος bálanos, bellota?; la metáfora frutal de la banana le cuadra mil veces mejor, ¡dónde va a parar!), «digo yo que si estará gulímica, porque no para de comer» (y es que, ciertamente, la bulimia se halla conceptualmente muy próxima al pecado capital de la gula), «mi pobre hijo es drogainómano» (porque, vamos a ver, ¿qué tiene de heroica la heroína para merecer ese nombre?) y «le puse micromina en la herida y luego un poco de esparatrapo» (lógico, puesto que la primera acaba con los microbios, y el segundo es una especie de tela o trapo adhesivo). Personalmente, me sulibeya esa inventiva popular, y considero que cualquiera de estas voces podría llegar a imponerse sin grandes problemas a poco que su uso se generalizara. Al fin y al cabo, ¿alguien se extraña acaso hoy de que en español llamemos ‘cerrojo’ a lo que originalmente era verrojo, pero que se usaba para cerrar puertas y ventanas?

Fernando A. Navarro

El empeine

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En un artículo anterior de este mismo Laboratorio relaté la anécdota de una joven colega durante su bautismo profesional en el ámbito rural al enfrentarse con una paciente que refería dolor en los zancajos para indicar que le dolían los talones. El coordinador de esta página, Fernando A. Navarro, comentó que la palabra que tanto turbó a la doctora figura en el DRAE con la acepción utilizada por aquella paciente. Otro tanto sucede en el caso que traigo hoy y que debería servir asimismo para que los médicos, entre lecturas científicas y otras literarias, según las aficiones de cada cual, tuviésemos entre los libros de cabecera nuestro diccionario académico del que hay ediciones muy manejables.

La paciente, también ahora una mujer, llegó a la consulta aquejando picor en el empeine. En esta ocasión nuestro colega supuso, sin dudarlo, que la zona afectada era el empeine del pie, la que se extiende desde el extremo de la pierna hasta el origen de los dedos, de modo que pidió a la enferma que se descalzase para explorarla. Como la paciente le miró con cara entre de desconcierto y de burla, lo primero que pensó, porque ya tenía la experiencia de otras consultas que creía similares, es que aquella mujer debía de acumular en los pies suficiente suciedad como para que a ella misma le diera vergüenza mostrar esa parte de su anatomía. Ante la insistencia del médico, urgido como casi siempre por una sala de espera rebosante, la paciente, con un gesto ahora de airada condescendencia con lo que consideraba una ignorancia supina del médico, se llevó una mano a una parte concreta de la falda y dijo:

—Pero doctor, si a mí lo que me pica es aquí, en el empeine.

Y dice el DRAE: “Empeine: parte inferior del vientre entre las ingles.”

O sea, que atención al lenguaje porque, no lo olvidemos, nuestra profesión comienza siempre con él y luego es también en el uso de la palabra donde desarrolla una gran parte de su labor. Los métodos auxiliares, más o menos sofisticados o tecnificados, pueden ser globales, pero la relación médico-paciente es siempre fundamentalmente coloquial.

José Ignacio de Arana

Cantabrismos médicos populares

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Recuerdo bien el primer cantabrismo con que me topé durante mi etapa de residente en el Hospital «Marqués de Valdecilla» de Santander: ante una tabla optométrica infantil, un criuco venido de una pequeña población rural exclamó «¡chon!» cuando le señalé el dibujo de un cerdito.

Antonio Bartolomé Suárez (1907-1999), de familia humilde de mineros, trabajó de inspector lácteo recorriendo prácticamente todos los pueblos de Cantabria en contacto continuo con labradores y ganaderos, ferias y mercados. Ya octogenario, recopiló las notas que había ido reuniendo durante toda su vida en un libro extraño: Aforismos, giros y decires en el habla montañesa (Universidad de Cantabria, 1993; edición de Tomás Labrador), con abundantes ejemplos del habla popular de su tierra (en sus registros coloquial, vulgar y rústico), plagada —como sucede con todas las hablas populares— de metátesis, solecismos, metaplasmos y giros metafóricos.

Entre los muchos popularismos que encuentro en el libro, abundan los que cualquier español podría entender a la primera sin grandes dificultades: palabras como albortar (abortar), alcontrar (encontrar), biticariu (farmacéutico), drento (dentro), endentar (salir los primeros dientes), entetar (dar de mamar), entumíu (entumecido), enviejar o arruviejarse (envejecer), glárimas (lágrimas), gritíos (gritos), melecinas (medicinas), nacencia (nacimiento), saguañones (sabañones), temblíos (temblores), trempanu (temprano), tusir (toser) y vaciarse (tener diarrea, estar descompuesto); o locuciones como «muela cordal» (la del juicio), «estar tronau» o «estar jareta» (mal de la cabeza, majareta) y «llorar como una magalena».

Otros pueden entenderse también, pero ya con algo más de dificultad: «ca día va en buenura» (va mejorando de día en día), «usanu muertu» (quitar el hambre, matar el gusanillo), «dar las bocás» (morir), «entrar en calda» (entrar en calor), ingenie (higiene), liviesu (divieso) o vocablos como albeitre y físicu, que únicamente entenderá quien sepa de antemano que antiguamente al veterinario lo llamábamos en español ‘albéitar’, y al médico, ‘físico’.

Y abundan asimismo, claro está, los términos y expresiones populares que yo no hubiese sabido interpretar a la primera de haberlos oído en un consultorio rural. Hubiera entendido bien a una montañesa que me dijera «la chavaluca tiene piejus», pero no si me dice «la niñuca tiene miseria» o «la criuca tiene alicáncanos» (piojos); entiendo «va en malura», pero no «se va emperruscando» (empeorando); y lo mismo me pasa con otras expresiones crípticas para mí: «estar enclarau» (pálido, descolorido), «estar labrau» o «estar ajilorau» (muy delgado; lo contrario es «estar arrejunciau», rollizo), «le entró la paloma» (enfermó), «está picau del arca» (padece del pecho, tuberculosis), «tener ojos de miracielo» o «ver con oju requilau» (ser bizco), «soltar la cuchara» (morir), «ya está caminu del gori-gori» (enfermo de gravedad), «estar abacorau» (agotado, muy cansado), «se quedó alertiguáu» (inmóvil, tieso, agarrotado de frío o de dolor), «coger una talanquera» (borrachera), «tener gemencia» (roncus y otros ruidos respiratorios de los bronquíticos). La lista es larga: abutragarse (atiborrarse, darse un atracón), acierzar (nublarse la vista), ajilorar (adelgazar mucho, quedarse hecho un jilo, un hilo), andanciu (enfermedad prevalente o endémica), anjear (respirar con fatiga), añugarse (atragantarse; se forma un ñudu o nudo), cabarra (garrapata), cancarrias (mocos secos), churrar (orinar), cordovia (tábano), corita (en cueros, desnuda), cuéscaros (ventosidades), drujón (chichón), dea (pulgar; y deína, meñique), desgonce (luxación), embarnecer (engordar), escomilleru (comisque, niño que come poco y mal), espritar (llorar), espurrir (estirar, crecer, hacer ejercicio o morirse, según el contexto), frutarse (defecar), ivanciu (debilidad), jancanoso (con marcas de viruela), jurciu (débil, enfermizo), potragá (herida infectada, con pus), rispiar (defecar), regutir o rebotillar (eructar), zaratear (tartamudear).

Nos está haciendo mucha falta, no me cansaré de repetirlo, un buen diccionario de términos médicos populares; porque la riqueza léxica de nuestra lengua es en este campo realmente portentosa.

Fernando A. Navarro

Mejicanismos médicos (I)

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Por esta sección «La jerga de los pacientes» ha pasado ya una nutrida muestra de localismos médicos propios del habla popular de Salamanca, de Tudela, de Aragón y de Cantabria, que dan buena idea de la extraordinaria riqueza y variedad de las hablas de España. Ni que decir tiene que esta variedad es aún mayor cuando uno mira al otro lado del charco y escucha embelesado el español multiforme del vastísimo continente americano.

En marzo de 2017, la periodista Mónica Cruz, reportera de Verne México para El País, escribió un bonito artículo sobre los términos populares que los mejicanos usan para explicar sus padecimientos. Algunos son iguales a este otro lado del Atlántico y se entienden sin problemas: «le dio un aire», «se empachó», «le dio un bajón». Pero hay también unos cuantos que no entendería en absoluto —me parece— un médico español poco expuesto a la variación diatópica de nuestra lengua; es el caso de las catorce frases siguientes:

1) Andrea anda achicopalada porque perdieron los Pumas; lleva tres horas encerrada en su cuarto.

2) Felipe está tan chamarreado que siempre se estrella contra la puerta corrediza.

3) Karla se chamusqueó bien feo en Acapulco.

4) Juan anda chípil desde que se mudó a Berlín; lo que más extraña son las albóndigas con arroz de su mamá.

5) A José le dio la chiripiorca cuando se fue la luz y no había salvado los cambios en su tesis.

6) A María le dio el correquetealcanza por comerse esos tacos de picadillo.

7) Su pierna quedó desconchabadita después del partido.

8) No puedo lavar los platos; ando todo desguanzado.

9) ¿Dónde has estado toda la noche? Me tenías con el Jesús en la boca.

10) Se me hace que no voy a ir a la comida de tus papás; ando todo madreado.

11) Me está dando el mal del puerco y en dos minutos empieza la junta.

12) A mi mamá casi le da el mimisqui cuando le dije que había perdido su tupper.

13) La asesora del presidente me da ñáñara.

14) A Verónica le dio el supiritaco cuando vio a su mamá bailando en la barra.

Si un paciente acudiera a su consulta y se expresase en estos términos, ¿sabrían entender o adivinar qué le ocurre? ¿Sí? ¡Enhorabuena! ¿No? No se preocupen, la semana que viene les explico en esta misma página su equivalencia en español internacional.

Fernando A. Navarro

Continúa en: «Mejicanismos médicos (y II)»

Mejicanismos médicos (y II)

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Veíamos la semana pasada catorce frases con mejicanismos médicos chocantes para un español. Entre las explicaciones que ofrece Mónica Cruz en su artículo «El empache, el mimisqui y otros 15 males mexicanos que no encontrarás en el diccionario médico» y la información que encuentro en el grueso Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua (de consulta gratuita en línea), he elaborado un pequeño glosario que ayuda a entender esas frases:

achicopalamiento: profundo desánimo o tristeza causados por una gran decepción o pérdida.

chamarreo: estado constante de torpeza o atolondramiento.

chamusqueada: quemadura actínica de la piel por exposición prolongada a la luz solar o a los rayos ultravioleta.

chipilismo: depresión o malestar causados por el distanciamiento de un ser querido o por un comentario negativo.

chiripiorca: crisis nerviosa causada por un elevado nivel de frustración; también crisis epiléptica.

correquetealcanza: diarrea o incontinencia.

desconchabadez: trastorno articular, por lo general con inmovilización de una extremidad, ocasionado por un traumatismo.

desguance: astenia, cansancio o debilidad intensos y generalizados.

Jesús en la boca: alteración nerviosa atribuible a una gran preocupación.

madreamiento: agotamiento físico y mental por exceso de trabajo o exceso de diversión.

mal del puerco: somnolencia causada por una comida abundante y acompañada de importante ingesta alcohólica.

mimisqui: episodio de nerviosismo extremo que puede llegar al desmayo.

ñáñara: fobia, repugnancia o temor indefinido causados por algo o alguien.

supiritaco: estado de parálisis ocasionado por un susto.

Fernando A. Navarro


Quien tiene boca, se equivoca

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Nunca he entendido bien, la verdad, los aires burlones de superioridad con los que muchos de mis colegas comentan los barbarismos médicos populares que han oído en boca de sus pacientes. Ese mirar por encima del hombro y reírse de un enfermo o de un familiar que, sin haber recibido formación especializada en medicina —a veces, ni siquiera estudios de bachillerato—, intenta pronunciar un tecnicismo griego o latino que quizás antes solamente ha oído usar una vez a un profesional sanitario, o el nombre rarísimo de un nuevo fármaco. Y, claro, lógicamente lo hace mal.

Pero ya dice el refrán que «quien tiene boca, se equivoca», y los médicos no son una excepción al dicho. Yo suelo guardarme mucho de hacer burla de la ignorancia ajena, no vaya a ser que alguien me señale luego las vigas en el ojo propio; que las tenemos.

¿O no nos trabucamos también los propios médicos con los tecnicismos griegos o latinos? Ciertamente es difícil que un facultativo llame *indiopática* a una enfermedad de causa desconocida o prescriba una vacuna contra el *tuétanos*, pero yo sí he conocido médicos que llaman *esfingomanómetro* al aparato para medir la tensión arterial o *hipercapnea* al aumento de la concentración sanguínea de CO2. Probablemente ningún galeno llamará *mazapán* al diazepam, *filipino* al nifedipino ni *mancomicina* a la vancomicina, pero sí he oído a médicos —y no una vez ni dos ni diez, sino centenares de veces— llamar *filgastrim* al filgrastim y *propanolol* al propranolol. De hecho, estoy seguro de que más de un lector del Laboratorio no dará crédito a esto que está leyendo y se preguntará: «pero ¿cómo?; ¿que este bloqueante β no se llama ‘propanolol’? ¡Pero si llevo toda la vida llamándolo así, desde los años de estudiante en la facultad!»

Tampoco el médico confundirá ‘anticonceptivo’ con ‘anticongestivo’ («de anticongestiva estoy tomando Yasmín», decía una muchacha el otro día en la sala de espera del centro de salud), ‘célula’ con ‘férula’ («la médica esa de Urgencias no le puso más que una célula y me lo mandó para casa») ni ‘genético’ con ‘genérico’ («a mí por favor recéteme de marca, mejor que esos nuevos de origen genético»); pero sí conozco muchos médicos que confunden —que confundimos— lo genético, con lo génico y lo genómico, que mezclan la quinina con la quinidina, los abscesos con los accesos, la asepsia con la antisepsia, los bisfosfonatos con los difosfonatos, la adicción con la adición, el ácido fólico con el ácido folínico, la creatina con la creatinina, la ectasia con la estasia, las liasas con las ligasas, la molaridad con la molalidad, las neurofibrillas con los neurofilamentos, la oligospermia con la oligozoospermia, el surco glúteo con el pliegue interglúteo, la tirosina con la tiroxina, la tolerancia con la tolerabilidad.

No, el lenguaje técnico de la medicina no es nada fácil. No lo es para los especialistas, ¿cómo iba a serlo para los pacientes y sus familiares?

Fernando A. Navarro

Zancajos

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Lección, absolutamente real, para que aprendamos un poco más de nuestro rico lenguaje.

A un pueblo de la España profunda llegó para hacer una suplencia veraniega una jovencísima médico, con la carrera terminada hacía muy pocas semanas. El pueblo tenía doscientos habitantes y la asistencia media a la consulta del médico titular era de unas diez o veinte personas diarias. Pero el día que llegó la nueva doctora la sala de espera reunía una aglomeración de cincuenta personas (¡25% de la población!). La doctora tragó saliva, respiró hondo varias veces y, una vez acomodada en su silla, con un par de manuales médicos bien a su alcance para recurrir a su consulta ante la menor duda, ordenó que pasara el que iba a ser el primer paciente de su vida profesional.

Entró una mujer bajita, de complexión recia, con la piel de la cara y los brazos morena, seca y hasta callosa. Se sentó con las piernas un poco separadas y los codos apoyados en la mesa y se quedó mirando fijamente a la doctora.

—A ver, ¿qué le pasa? dijo ésta.

Pues nada, que me duelen los zancajos.

A la médico un aire se le iba y otro se le venía. Eso de los zancajos no venía en ningún libro, no lo había oído en su vida y no tenía la más remota idea de a qué localización anatómica se podía referir. Pero ¿cómo iba a reconocer su ignorancia en aquella su primera actuación de la que de seguro dependerían la aceptación y el prestigio ante los habitantes de aquel pueblo que estarían expectantes esperando que esa mujer saliera para interrogarla sobre los modos y los saberes de “la nueva”?

Y dígame, ¿cuando come usted le duele más?

¡No, hija!, ¿por qué me va a doler más cuando como? repuso la paciente con cara de asombro.

Una vez eliminado el aparato digestivo como asiento de la misteriosa enfermedad, había que seguir con la inquisición.

¿Y hay algún momento del día en que le duela más?

¡Pues sí!, a la hora del paseo.

“Caliente, caliente”, pensó la doctora para sus adentros.

¿Cuando anda le duele más?

¡Eso mismo, eso mismo! la mujer palmoteaba con entusiasmo como si aquello fuera un juego de adivinanzas.

La doctora estaba a punto de explosión pero aún fue capaz de sujetar su nerviosismo.

¡Señálese el punto exacto donde le duele! ordenó.

Y la mujer se señaló… los talones; le dolía el tendón de Aquiles y a eso en aquel pueblo lo llamaban zancajos.

José Ignacio de Arana

El difícil decúbito

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En medicina se denomina posición de decúbito prono a aquella en que el cuerpo reposa sobre su parte delantera, es decir, cuando está boca abajo; y es decúbito supino la contraria, apoyado sobre la espalda. Pero lo común es hablar de postura boca arriba o boca abajo que, parecería, son términos que entiende cualquiera sin dificultad. Pero esto no siempre es así.

El médico que acudió a una casa rural encontró a un viejo paciente que yacía de lado, acurrucado por el dolor, con la compañía de su mujer sentada al borde de la cama. El doctor se dispuso a explorarlo y le pidió que se colocara boca arriba. Aquel hombre sin modificar su actitud le miró con ojos extrañados.

—¿Cómo que boca arriba? ¿Eso cómo es?

Pues boca arriba, ¿cómo va a ser?

El viejo parecía seguir sin entender lo que el médico le ordenaba y no era porque el dolor le impidiera adoptar la postura requerida sino que con la mayor ingenuidad no acertaba a saber qué era “poner la boca arriba”. La esposa supo encontrar las palabras adecuadas que arreglaron la situación.

Eutimio, lo que el doctor dice es que te pongas de memoria.

Y de inmediato el hombre se dio la vuelta, quedó en perfecto decúbito supino, completamente estirado de piernas y tronco y con los brazos flexionados y las manos cruzadas sobre el pecho. De memoria quería decir para aquellas gentes ¡la postura de los muertos! Con todo lo gracioso del asunto la cosa no deja de tener un sugestivo interés en cuanto a la antropología cultural puesto que significa la pervivencia en ámbitos sociales muy aislados de términos ya olvidados en la mayoría de los demás sectores de la población. En efecto, la memoria, el memento latino, es un concepto que secularmente estuvo unido a la muerte y, sobre todo, a la representación que del ser humano muerto guardaba la sociedad. Son los monumentos sepulcrales de casi todas las culturas en los que la figura del difunto aparece en esa concreta postura yacente, y da lo mismo que lo haga con alardes escultóricos o pictóricos o con apenas unos trazos ideográficos como vemos en tumbas muy primitivas en los más distantes lugares del mundo.

José Ignacio de Arana

Mesura al corregir

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Con demasiada frecuencia nos quejamos los médicos de incorrecciones del lenguaje cometidas por los pacientes. Pero a veces quien se equivoca es el médico porque creyendo oír de labios del paciente un término mal pronunciado, hace su propia corrección sobre la marcha y mete la pata. Para comprender el caso que voy a contar hay que imaginarse una consulta masiva de medicina general donde el médico, sobrepasado en su labor por más de un centenar de pacientes que tenía que ver en dos horas —y así eran hasta hace unos años, aunque ahora parezca increíble a las nuevas generaciones, muchas de las consultas de la Seguridad Social, se limita a expedir volantes para los distintos especialistas según los síntomas que muy someramente le cuente el enfermo o, directamente, según la petición de éste.

A la consulta del oftalmólogo acude una mujer provista de su correspondiente volante del médico general.

Usted dirá, señora.
Pues verá; es que cuando termino de hacer de vientre y me limpio, el papel sale manchado de sangre.

Ojos desorbitados del médico; crispación de puños y subida de la adrenalina.

Pero, oiga, ¿qué clase de broma es ésta? A usted ¿quién la manda aquí?
El médico de cabecera.
Pero usted ¿qué le ha contado?
Pues nada porque no había tiempo, que yo tenía el número ochenta y cinco y detrás de mí estaba la sala de espera llena. Yo sólo entré y para no tardar le pedí al médico un volante para el culista.

El oftalmólogo descargó la adrenalina a través de una carcajada y compadeció a su colega generalista que en esta ocasión se había pasado de perspicaz al “traducir” el lenguaje de aquella mujer.

Otro caso de “corrección incorrecta”: El médico observa una radiografía del tórax de un paciente y en ella una alarmante imagen redondeada que conviene estudiar más detalladamente con otras técnicas radiológicas. Y volviéndose a su ayudante dice en tono coloquial: “Vaya huevo que tiene este hombre; pídele una tomografía”. Y aquel paciente acudió unos días después a un gabinete de radiología provisto de un volante en el que se había subsanado el lenguaje soez del médico poniendo en la indicación: “Tomografía de testículo”. Lógicamente el radiólogo consideró disparatada aquella petición y llamó telefónicamente al colega prescriptor para confirmarlo, con lo que se aclaró todo.

José Ignacio de Arana

Jartible y otros “palabros”

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No, no busque el lector la palabra jartible en el diccionario de la RAE. No la encontrará. Se trata de un modismo de uso en Andalucía y con más asiduidad en la zona gaditana. Procede de la deformación de “hartible”, otro vocablo sin reconocimiento académico y corresponde a la definición de “persona o cosa que resulta pesada o cansina”. Dejando de lado el rigor de nuestro centón regulador del lenguaje, ¿no conocemos nosotros a nuestro alrededor a individuos, o ideas repetidas entre la opinión pública, que se ajustan con toda propiedad a tan pintoresca palabra?

Otro andalucismo, algo más difundido en el habla popular del resto de España es malaje. Define a la persona malintencionada, desagradable, antipática o de poca gracia. Al parecer, según algunos estudiosos de la lengua “no académica”, su origen estaría en “mal ángel”, es decir, mal espíritu o malas ganas a la hora de hacer algo. Se escribe indistintamente con j o con g. No cabe duda de que consigue reducir a un solo vocablo conceptos de prolija descripción pero ciertos y de innegable presencia en la vecindad de cada cual.

Un tercer término tomado del habla popular andaluza es esaborío o desaborío, que proviene casi seguro de “desabrido” o sin sabor y que alude al sujeto soso, sin gracia, y también al áspero en el trato. Tiene en vascuence un sinónimo que declara bien su mismo origen: sinsorgo, persona sosa, sin interés, o que intenta hacer gracia y no lo consigue.

La última palabra que quiero comentar es gualdrapa. La segunda acepción que recoge el Diccionario de uso del español de D.ª María Moliner es: “harapo desaliñado y sucio que cuelga de la ropa”. En relación quizá con esto se dice gualdrapas, casi siempre así, en plural, de aquella persona andrajosa en su forma de vestir pero no por pobreza y falta de medios para hacerlo con mejor estilo, sino por gusto y casi diríamos que como actitud desafiante ante los convencionalismos sociales. Por ejemplo, las calles están hoy llenas de jóvenes que calzan pantalones vaqueros artificialmente rotos y deshilachados que serían pregón de miseria si no fuese porque constituyen una moda internacionalmente asumida y cuestan, según dicen, un precio muy superior a los de hechura completa y sin romper.

José Ignacio de Arana

Las jugosas etimologías populares

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Es frecuente entre facultativos hacer chanza de los barbarismos médicos populares y burla de los pacientes con pocos estudios que yerran —lógicamente— cuando tratan de reproducir, tiempo después de haberlo oído solamente una vez, un tecnicismo médico que jamás vieron escrito. Ocurre en ocasiones que el paciente trata simplemente de hacer más fácilmente pronunciable un término que se le atraviesa: dice *póstrata*, por ejemplo, en lugar de ‘próstata’; que no es algo muy diferente a lo que ocurre con el médico que llama *propanolol* al propranolol. Y que muy bien podría llegar a considerarse correcto alguna vez, del mismo modo que hoy ya a nadie extraña oír llamar ‘cocodrilo’, ‘murciélago’ o, entre médicos, ‘morbilidad’ a lo que más correctamente deberíamos haber llamado crocodilo, murciégalo y morbididad, sus nombres primigenios correctos en español.

Más aún me admira el hecho de que tantos médicos cultos sean incapaces de percibir la enorme fuerza plástica y vigor expresivo de muchas de estas acuñaciones populares. Que en muchos casos, por cierto, entroncan con un fenómeno bien conocido por los lingüistas: el de las etimologías asociativas o populares, derivadas de la inclinación natural que tenemos los hablantes por encontrar una justificación fonética, morfológica o semántica para los términos que nos resultan extraños. Ello lleva, en no pocos casos, a modificar el significante de una palabra para acomodarlo al de otro término no relacionado con ella, pero con el que los hablantes perciben parentesco etimológico.

Es el caso, por ejemplo, de quienes llaman *mondarinas* a las mandarinas porque se pelan o mondan bien y *pinómanos* a los pirómanos porque con frecuencia prenden fuego a pinares. Cuando son pocos quienes usan alguna de estas etimologías populares, decimos que es un error y nos producen risa; pero cuando el nuevo término se difunde entre los hablantes y termina siendo mayoritario, la RAE suele admitirlo y pasar a considerarlo correcto: así sucedió con ‘vagamundo’ (originalmente vagabundo; pero que realmente vaga por el mundo), con ‘sabihondo’ (originalmente sabiondo; pero con saberes de indudable hondura o profundidad), con ‘prestidigitador’ (originalmente prestigiador; pero que mueve velozmente los dedos) y con ‘verdolaga’ (originalmente bordolaga; pero con hojas de color verde).

¿No les parece que muchas veces la etimología popular acuñada por los pacientes cuadra mejor con el significado del término que su nombre original? Pienso, no sé, en frases como «le digo yo que lo de mi hermana es misterismo puro» (y es que, realmente, el histerismo o histeria es una de las enfermedades más misteriosas que existen), «tuvieron que hacerle la innecesaria porque tardaban en venirle las contracciones» (especialmente en países como España, donde se practican 100.000 cesáreas anuales y un 35% de ellas se consideran, sí, innecesarias), «hasta que no se me cure la bananitis no puedo disfrutar con mi señora» (¿quién recuerda ya que al glande en griego lo llamaban βάλανος bálanos, bellota?; la metáfora frutal de la banana le cuadra mil veces mejor, ¡dónde va a parar!), «digo yo que si estará gulímica, porque no para de comer» (y es que, ciertamente, la bulimia se halla conceptualmente muy próxima al pecado capital de la gula), «mi pobre hijo es drogainómano» (porque, vamos a ver, ¿qué tiene de heroica la heroína para merecer ese nombre?) y «le puse micromina en la herida y luego un poco de esparatrapo» (lógico, puesto que la primera acaba con los microbios, y el segundo es una especie de tela o trapo adhesivo). Personalmente, me sulibeya esa inventiva popular, y considero que cualquiera de estas voces podría llegar a imponerse sin grandes problemas a poco que su uso se generalizara. Al fin y al cabo, ¿alguien se extraña acaso hoy de que en español llamemos ‘cerrojo’ a lo que originalmente era verrojo, pero que se usaba para cerrar puertas y ventanas?

Fernando A. Navarro

El empeine

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En un artículo anterior de este mismo Laboratorio relaté la anécdota de una joven colega durante su bautismo profesional en el ámbito rural al enfrentarse con una paciente que refería dolor en los zancajos para indicar que le dolían los talones. El coordinador de esta página, Fernando A. Navarro, comentó que la palabra que tanto turbó a la doctora figura en el DRAE con la acepción utilizada por aquella paciente. Otro tanto sucede en el caso que traigo hoy y que debería servir asimismo para que los médicos, entre lecturas científicas y otras literarias, según las aficiones de cada cual, tuviésemos entre los libros de cabecera nuestro diccionario académico del que hay ediciones muy manejables.

La paciente, también ahora una mujer, llegó a la consulta aquejando picor en el empeine. En esta ocasión nuestro colega supuso, sin dudarlo, que la zona afectada era el empeine del pie, la que se extiende desde el extremo de la pierna hasta el origen de los dedos, de modo que pidió a la enferma que se descalzase para explorarla. Como la paciente le miró con cara entre de desconcierto y de burla, lo primero que pensó, porque ya tenía la experiencia de otras consultas que creía similares, es que aquella mujer debía de acumular en los pies suficiente suciedad como para que a ella misma le diera vergüenza mostrar esa parte de su anatomía. Ante la insistencia del médico, urgido como casi siempre por una sala de espera rebosante, la paciente, con un gesto ahora de airada condescendencia con lo que consideraba una ignorancia supina del médico, se llevó una mano a una parte concreta de la falda y dijo:

—Pero doctor, si a mí lo que me pica es aquí, en el empeine.

Y dice el DRAE: “Empeine: parte inferior del vientre entre las ingles.”

O sea, que atención al lenguaje porque, no lo olvidemos, nuestra profesión comienza siempre con él y luego es también en el uso de la palabra donde desarrolla una gran parte de su labor. Los métodos auxiliares, más o menos sofisticados o tecnificados, pueden ser globales, pero la relación médico-paciente es siempre fundamentalmente coloquial.

José Ignacio de Arana


Cantabrismos médicos populares

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Recuerdo bien el primer cantabrismo con que me topé durante mi etapa de residente en el Hospital «Marqués de Valdecilla» de Santander: ante una tabla optométrica infantil, un criuco venido de una pequeña población rural exclamó «¡chon!» cuando le señalé el dibujo de un cerdito.

Antonio Bartolomé Suárez (1907-1999), de familia humilde de mineros, trabajó de inspector lácteo recorriendo prácticamente todos los pueblos de Cantabria en contacto continuo con labradores y ganaderos, ferias y mercados. Ya octogenario, recopiló las notas que había ido reuniendo durante toda su vida en un libro extraño: Aforismos, giros y decires en el habla montañesa (Universidad de Cantabria, 1993; edición de Tomás Labrador), con abundantes ejemplos del habla popular de su tierra (en sus registros coloquial, vulgar y rústico), plagada —como sucede con todas las hablas populares— de metátesis, solecismos, metaplasmos y giros metafóricos.

Entre los muchos popularismos que encuentro en el libro, abundan los que cualquier español podría entender a la primera sin grandes dificultades: palabras como albortar (abortar), alcontrar (encontrar), biticariu (farmacéutico), drento (dentro), endentar (salir los primeros dientes), entetar (dar de mamar), entumíu (entumecido), enviejar o arruviejarse (envejecer), glárimas (lágrimas), gritíos (gritos), melecinas (medicinas), nacencia (nacimiento), saguañones (sabañones), temblíos (temblores), trempanu (temprano), tusir (toser) y vaciarse (tener diarrea, estar descompuesto); o locuciones como «muela cordal» (la del juicio), «estar tronau» o «estar jareta» (mal de la cabeza, majareta) y «llorar como una magalena».

Otros pueden entenderse también, pero ya con algo más de dificultad: «ca día va en buenura» (va mejorando de día en día), «usanu muertu» (quitar el hambre, matar el gusanillo), «dar las bocás» (morir), «entrar en calda» (entrar en calor), ingenie (higiene), liviesu (divieso) o vocablos como albeitre y físicu, que únicamente entenderá quien sepa de antemano que antiguamente al veterinario lo llamábamos en español ‘albéitar’, y al médico, ‘físico’.

Y abundan asimismo, claro está, los términos y expresiones populares que yo no hubiese sabido interpretar a la primera de haberlos oído en un consultorio rural. Hubiera entendido bien a una montañesa que me dijera «la chavaluca tiene piejus», pero no si me dice «la niñuca tiene miseria» o «la criuca tiene alicáncanos» (piojos); entiendo «va en malura», pero no «se va emperruscando» (empeorando); y lo mismo me pasa con otras expresiones crípticas para mí: «estar enclarau» (pálido, descolorido), «estar labrau» o «estar ajilorau» (muy delgado; lo contrario es «estar arrejunciau», rollizo), «le entró la paloma» (enfermó), «está picau del arca» (padece del pecho, tuberculosis), «tener ojos de miracielo» o «ver con oju requilau» (ser bizco), «soltar la cuchara» (morir), «ya está caminu del gori-gori» (enfermo de gravedad), «estar abacorau» (agotado, muy cansado), «se quedó alertiguáu» (inmóvil, tieso, agarrotado de frío o de dolor), «coger una talanquera» (borrachera), «tener gemencia» (roncus y otros ruidos respiratorios de los bronquíticos). La lista es larga: abutragarse (atiborrarse, darse un atracón), acierzar (nublarse la vista), ajilorar (adelgazar mucho, quedarse hecho un jilo, un hilo), andanciu (enfermedad prevalente o endémica), anjear (respirar con fatiga), añugarse (atragantarse; se forma un ñudu o nudo), cabarra (garrapata), cancarrias (mocos secos), churrar (orinar), cordovia (tábano), corita (en cueros, desnuda), cuéscaros (ventosidades), drujón (chichón), dea (pulgar; y deína, meñique), desgonce (luxación), embarnecer (engordar), escomilleru (comisque, niño que come poco y mal), espritar (llorar), espurrir (estirar, crecer, hacer ejercicio o morirse, según el contexto), frutarse (defecar), ivanciu (debilidad), jancanoso (con marcas de viruela), jurciu (débil, enfermizo), potragá (herida infectada, con pus), rispiar (defecar), regutir o rebotillar (eructar), zaratear (tartamudear).

Nos está haciendo mucha falta, no me cansaré de repetirlo, un buen diccionario de términos médicos populares; porque la riqueza léxica de nuestra lengua es en este campo realmente portentosa.

Fernando A. Navarro

Mejicanismos médicos (I)

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Por esta sección «La jerga de los pacientes» ha pasado ya una nutrida muestra de localismos médicos propios del habla popular de Salamanca, de Tudela, de Aragón y de Cantabria, que dan buena idea de la extraordinaria riqueza y variedad de las hablas de España. Ni que decir tiene que esta variedad es aún mayor cuando uno mira al otro lado del charco y escucha embelesado el español multiforme del vastísimo continente americano.

En marzo de 2017, la periodista Mónica Cruz, reportera de Verne México para El País, escribió un bonito artículo sobre los términos populares que los mejicanos usan para explicar sus padecimientos. Algunos son iguales a este otro lado del Atlántico y se entienden sin problemas: «le dio un aire», «se empachó», «le dio un bajón». Pero hay también unos cuantos que no entendería en absoluto —me parece— un médico español poco expuesto a la variación diatópica de nuestra lengua; es el caso de las catorce frases siguientes:

1) Andrea anda achicopalada porque perdieron los Pumas; lleva tres horas encerrada en su cuarto.

2) Felipe está tan chamarreado que siempre se estrella contra la puerta corrediza.

3) Karla se chamusqueó bien feo en Acapulco.

4) Juan anda chípil desde que se mudó a Berlín; lo que más extraña son las albóndigas con arroz de su mamá.

5) A José le dio la chiripiorca cuando se fue la luz y no había salvado los cambios en su tesis.

6) A María le dio el correquetealcanza por comerse esos tacos de picadillo.

7) Su pierna quedó desconchabadita después del partido.

8) No puedo lavar los platos; ando todo desguanzado.

9) ¿Dónde has estado toda la noche? Me tenías con el Jesús en la boca.

10) Se me hace que no voy a ir a la comida de tus papás; ando todo madreado.

11) Me está dando el mal del puerco y en dos minutos empieza la junta.

12) A mi mamá casi le da el mimisqui cuando le dije que había perdido su tupper.

13) La asesora del presidente me da ñáñara.

14) A Verónica le dio el supiritaco cuando vio a su mamá bailando en la barra.

Si un paciente acudiera a su consulta y se expresase en estos términos, ¿sabrían entender o adivinar qué le ocurre? ¿Sí? ¡Enhorabuena! ¿No? No se preocupen, la semana que viene les explico en esta misma página su equivalencia en español internacional.

Fernando A. Navarro

Continúa en: «Mejicanismos médicos (y II)»

Mejicanismos médicos (y II)

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Veíamos la semana pasada catorce frases con mejicanismos médicos chocantes para un español. Entre las explicaciones que ofrece Mónica Cruz en su artículo «El empache, el mimisqui y otros 15 males mexicanos que no encontrarás en el diccionario médico» y la información que encuentro en el grueso Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua (de consulta gratuita en línea), he elaborado un pequeño glosario que ayuda a entender esas frases:

achicopalamiento: profundo desánimo o tristeza causados por una gran decepción o pérdida.

chamarreo: estado constante de torpeza o atolondramiento.

chamusqueada: quemadura actínica de la piel por exposición prolongada a la luz solar o a los rayos ultravioleta.

chipilismo: depresión o malestar causados por el distanciamiento de un ser querido o por un comentario negativo.

chiripiorca: crisis nerviosa causada por un elevado nivel de frustración; también crisis epiléptica.

correquetealcanza: diarrea o incontinencia.

desconchabadez: trastorno articular, por lo general con inmovilización de una extremidad, ocasionado por un traumatismo.

desguance: astenia, cansancio o debilidad intensos y generalizados.

Jesús en la boca: alteración nerviosa atribuible a una gran preocupación.

madreamiento: agotamiento físico y mental por exceso de trabajo o exceso de diversión.

mal del puerco: somnolencia causada por una comida abundante y acompañada de importante ingesta alcohólica.

mimisqui: episodio de nerviosismo extremo que puede llegar al desmayo.

ñáñara: fobia, repugnancia o temor indefinido causados por algo o alguien.

supiritaco: estado de parálisis ocasionado por un susto.

Fernando A. Navarro

¿Qué duele más: un parto o un cálculo renal?

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Desde la maldición bíblica del «parirás a tus hijos con dolor», no es raro leer u oír que el dolor más agudo e intenso que cabe sentir es el que en ocasiones acompaña al nacimiento: los temidos «dolores de parto». Lo cual, por cierto, entraña un problema para todo médico con cromosomas XY.

Como nunca podremos sentirlos en propia carne, a los varones se nos hace difícil entender cuán intensos pueden llegar a ser los dolores de parto, las lacerantes contracciones uterinas del período expulsivo. En un intento de buscar símiles unisex, algunos las han equiparado al dolor con que cursan el cólico nefrítico y la expulsión de un cálculo urinario, pero es difícil asegurar con certeza qué hay de cierto o de falso en tal comparación.

Nuestra colega Gloria Rivera, médica peruana que ejerce como mediadora intercultural en hospitales de California, tuvo en cierta ocasión que interpretar para una tercípara hispanoamericana con antecedentes también de nefrolitiasis. Y tuvo la ocurrencia de preguntarle qué duele más: ¿un parto o  un cólico nefrítico? La respuesta que recibió es bellísima y ciertamente iluminadora: «Ay, mijita, duelen casi igual, pero al menos cuando das a luz te quedas con el bebito; la piedra, en cambio, no te sirve para nada».

Fernando A. Navarro

Dolencias populares de Guatemala

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En julio de 2016, la médica Lucrecia Hernández Mack se convirtió en la primera mujer al frente del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social de Guatemala. Hija de la antropóloga guatemalteca Myrna Mack Chang, brutalmente asesinada en 1990, era de esperar que la nueva ministra de sanidad sería muy sensible a la medicina popular de su país. En un entorno social de sincretismo religioso por inculturación del cristianismo en un trasfondo de politeísmo maya, no es de extrañar que entre la población guatemalteca sigan bien vigentes muchos conceptos ancestrales propios de la milenaria cultura maya. Muchas de las dolencias naturales, sobrenaturales y culturales de la medicina maya tradicional quedan fuera de las categorías nosológicas habituales de la medicina científica occidental, y entran más bien en el terreno de la etnopsiquiatría y la medicina popular.

Un mes después de tomar posesión de su cargo, con ocasión de la tercera reunión extraordinaria del Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional, la nueva ministra presentó su estrategia para el fortalecimiento del primer nivel de asistencia sanitaria, y anunció que en los centros rurales de salud de Guatemala se fomentaría la colaboración de sanadores mayas y abuelas comadronas con los profesionales médicos, en un intento de dar respuesta a padecimientos populares como el mal de ojo, el susto o pérdida del alma, el chipe, los malhechos o brujerías, el flujo, los antojos, la cabeza aguada (esto es, la hidrocefalia), los bebés chelones, la sangre rala, la caída de mollera (esto es, el hundimiento de la fontanela anterior), las agruras, el alboroto de lombrices

La idea de acercar el lenguaje médico popular a los consultorios de atención primaria es bonita, desde luego, pero no sé si factible o aplicable en un país como Guatemala, siempre falto de recursos y con un sistema sanitario en quiebra. Máxime cuando el 27 agosto de 2017, apenas un año después de asumir el cargo, Lucrecia Hernández Mack presentó su dimisión irrevocable sin haber podido implantar o llevar a la práctica la mayor parte de sus proyectos.

Fernando A. Navarro

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