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Channel: Jerga de los pacientes – Laboratorio del Lenguaje
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Los tres empeines

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     ¿Sabía usted que en español la palabra empeine tiene tres significados médicos bien distintos, y no solo se usa para el empeine del pie?

      Nunca olvidaré mi sorpresa cuando, siendo residente, una paciente en Urgencias me dijo, señalándose el monte de Venus, que tenía ladillas en el empeine. Al día siguiente, en mi casa, consulté el diccionario y comprobé —en espléndida cura de humildad— que una campesina semianalfabeta conocía mi propia lengua especializada mucho mejor que yo.

      Si abrimos el Diccionario de la Real Academia Española, encontraremos que la primera acepción que da para empeine es “parte inferior del vientre, entre las ingles”, directamente derivado del latín pectinis, pelo del pubis.

      En su segunda acepción significa “parte superior del pie, que está entre la caña de la pierna y el principio de los dedos”, pero todavía puede tener un tercer significado, concretamente en el ámbito de la dermatología, por deformación popular del latín impedigo, impediginis, para lo que en el registro especializado conocemos como “impétigo”.

Fernando A. Navarro


La jerga de los toxicómanos

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     Una de las características más llamativas de la jerga de los toxicómanos, en cualquier lengua, es su asombrosa sinonimia para designar coloquialmente las drogas de mayor difusión. En inglés, por ejemplo, Aunt Nora, beam, big C, birdie power, bubble gum, California cornflakes, came, chippie, coke, dream, flake, foo-foo, friskie powder, happy dust, king, lady caine, love affair, nose candy, Peruvian lady, rocks, sevenup, snow white, studio fuel, teenager, white girl, white mosquito y zip son otros tantos nombres jergales para referirse a la cocaína, apenas un puñado de entre los cerca de doscientos que emplean los drogadictos de habla inglesa. En español, igualmente, al cigarrillo de marihuana o hachís podemos llamarlo porro, desde luego, pero también batuta, biturbo, calamar, canelo, canuto, cañamón, chinilla, chirli, chufli, cuete, dospapeles, falu, faso, fletas, fumolis, kalikeño, L, maca, marley, may, miquel, molis, mono, palanca, palo, petardo, petilla, trócolo, trompeta, troncho, tuporaquí,  waka o wikifliki, y tampoco aquí agotamos, por supuesto, los sinónimos vigentes.

     Esta apabullante sinonimia, de enorme variabilidad temporal y geográfica, es imposible de dominar en cualquier idioma. Pero la mayor biblioteca multilingüe de la historia, Internet, nos ofrece abundantes recursos de gran utilidad para conocer mejor la jerga de los drogadictos. Como de costumbre, estos recursos son especialmente valiosos —tanto en cantidad como en calidad— en lo que respecta al inglés norteamericano; a modo de muestra, valgan el siguiente puñado de excelentes glosarios: www.drugs.indiana.edu/drug-slang.aspx, www.whitehousedrugpolicy.gov/streetterms, www.drugrehab.co.uk/street-drug-names.htm, www.erowid.org/psychoactives/slang/slang.shtml, www.prideprevention.org/docs/SlangDrugTerms.pdf, www.noslang.com/drugs/dictionary, intervention.org/streetdrugslang.htm, www.tcada.state.tx.us/research/slang/terms.pdf y www.nicd.us/drugstreetandslangterms.html.

     En español, los recursos son más escasos, pero aun así disponemos de un Diccionario de argot de la droga, el Diccionario de argot de las adicciones de José Francisco López y Segarra, un interesante anexo de drogas a la tesina de economía presentada por Virginia Montoya Aguilar en la Universidad Nacional Autónoma de México, un glosario de jerga carcelaria con abundantes nombres de drogas en argot taleguero, el breve artículo de Wikilengua sobre jerga juvenil española y un espléndido proyecto internético sobre jergas de habla hispana que permite hacer búsquedas con restricción geolectal por países.

     En el ámbito bilingüe inglés-español, sin embargo, no encontramos aún en Internet ningún recurso que supere al Glosario de la drogadicción (inglés-español) que, en versión impresa tradicional, recopiló en 1998 David J. Deferrari para el Servicio de Traducciones de la ONU.

Fernando A. Navarro y  María J. Hernández

El habla de los pacientes, también al ‘Laboratorio’

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     Apenas dos semanas atrás abríamos en el Laboratorio del lenguaje una nueva sección para ocuparnos de la jerga de los médicos. Pues bien, en nuestros hospitales, consultorios y centros de salud no sólo los médicos y otros profesionales sanitarios usan jerga; también los enfermos tienen su propia jerga específica.

     El lenguaje de la medicina es de una complejidad asombrosa, hasta el punto de que incluso los médicos tenemos dificultades para manejarlo con soltura. No es raro, por ejemplo, encontrar especialistas con muchos años de ejercicio que escriben incorrectamente ciertos tecnicismos (por ejemplo, propanolol, turalemia, éxtasis sanguíneo, protusión o incindir en lugar de las formas correctas propranolol, tularemia, estasis sanguínea, protrusión e incidir, respectivamente) o confunden entre sí palabras o conceptos afines (tiroxina y tirosina, cistina y cisteína, infección e infestación, queratocito y queratinocito, traqueotomía y traqueostomía, etc.).

     Si incluso los médicos yerran a menudo en el uso de su lenguaje especializado, no es difícil imaginar la enorme abundancia de términos impropios de lo más variopinto que podemos hallar en boca de los pacientes con escasa formación cuando tratan de repetir un tecnicismo que nunca en su vida han visto escrito, y solamente un par de veces han oído pronunciar a su médico de cabecera. Pienso, no sé, en vocablos como amingalitis (por amigdalitis), caticardia (por taquicardia), cláusulas (por cápsulas), espizofrénico (por esquizofrénico), esticmatismo (por astigmatismo), oxoplasmosis (por toxoplasmosis), pisioterapeuta (por fisioterapeuta) o tomatoma (por hematoma).

     No me cabe ninguna duda de que al médico le conviene conocer bien los seudotecnicismos propios de este lenguaje jergal. De lo contrario, corre el riesgo de quedarse in albis cuando sus pacientes traten de explicarle el motivo de consulta y lo hagan en términos jergales: “El niño nació con agua en el tentáculo” (diagnóstico: hidrocele); “Mi sobrino es que no puede comer glúteos” (o sea, que es celíaco); “Lo dejaron ingresado en la unidad de laxantes” (vamos, donde los bebés).

     De estas cosas, y de otras características del habla de los pacientes, iremos hablando con más calma en próximas entregas de esta sección.

Fernando A. Navarro

Una jerigonza sencilla… o no tanto

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Para el médico con cierta experiencia en el ejercicio de su profesión, los barbarismos médicos populares no suelen plantear graves problemas de comunicación. Oye a un enfermo contar “el médico del pueblo me quitó las cláusulas y me las cambió por unos opositorios, pero tampoco me hicieron nada” y entiende perfectamente que le están hablando de cápsulas y supositorios.

Porque son ya muchas las consultas que lleva a sus espaldas, y sabe bien que las cápsulas se llaman así en los tratados de farmacia galénica, desde luego, pero que en la jerga popular española pueden ser también ápsulas, cácsulas, cánsulas, cáusulas y cláusulas. Y que casi cualquier palabra terminada en -torio puede corresponder a la formulación rectal en supositorios; pienso, no sé, en ampositorio, apositorio, compositorio, culotorio, depositorio, dispositorio, impositorio, opositorio, ponetorio, positorio, sopositorio, supetorio, supitorio, supletorio, upositorio, y seguro que me estoy dejando unos cuantos palabros más en el tintero.Sencillo, pues, para el médico experimentado…, o no tan sencillo. Porque otras veces pregunta uno al paciente si está siguiendo algún tratamiento, y la respuesta puede ser así de desconcertante: “Lo único, doctor, es que tomo algas media hora después de las comidas”.

Extraña costumbre, esa de tomar algas después de las comidas. Aunque también es cierto que con el auge de la medicina natural y alternativa deberíamos estar ya curados de espanto, y acostumbrados a encontrar personas que ingieren los productos más insospechados. Por si acaso, el médico sensato preguntará al paciente que para qué toma algas, y cuando le conteste que para “la acedía”, confirmará sus sospechas. Esas algas de la jerga popular no son algas algas, en el sentido de algas marinas, sino Almax, uno de los antiácidos más vendidos en España.

Algo así debe sospechar de entrada el médico ducho en jerga de los pacientes. Porque un enfermo que realmente domine el lenguaje especializado de los barbarismos médicos nunca hubiera dicho algas para referirse a las algas de verdad; hubiera dicho, no sé, nalgas u otra cosa por el estilo.

Ya lo decía el otro día una vecina en la parada del autobús: “Me han contado que las nalgas del Mar Muerto van muy bien para la seriasis”. Y no yerra demasiado; porque la psoriasis, sí, es ciertamente una dermatosis muy seria.

Fernando A. Navarro

De un idioma a otro

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     Los barbarismos médicos populares no suelen plantear grandes dificultades para quienes los oyen en su lengua materna. Ante un paciente de habla hispana que utilice expresiones como asiática, cafeterismo, espina del rosal, glóbulos vaginales, pólipo frenético, próstola, tiritas radiactivas o tomatíes, por ejemplo, el médico español con cierta experiencia no tarda en adivinar que lo que en realidad quiere decir es ciática, cateterismo, espina dorsal, óvulos vaginales, cólico nefrítico, próstata, tiras reactivas y hematíes, respectivamente.

     La cosa se complica mucho cuando en este ejercicio de comunicación intervienen dos lenguas distintas, como es el caso de la asistencia sanitaria a turistas e inmigrantes en hospitales, servicios de urgencias, centros de salud y consultorios.

     Para el médico o el intérprete de lengua materna española puede llegar a resultar enormemente complicado tratar de elucidar qué quiere decir exactamente un paciente de habla inglesa cuando habla de blood vile (literalmente, vil sanguínea), brown kitties (gatitos pardos), color bone (hueso de colores), curly B lines (líneas B rizadas), electric lights (luces eléctricas), ox vomit (vómito de buey), Queen Ann (Reina Ana), superstitious fleabites (picaduras de pulga supersticiosas), very close veins (venas muy próximas) o watery tension (tensión acuosa).

     Con la dificultad añadida de que todos estos barbarismos, por considerarse erróneos, no aparecen tradicionalmente recogidos en los diccionarios, en las recopilaciones terminológicas ni en las fuentes habituales de consulta.

     Hace falta un excelente dominio de la lengua inglesa, muchos meses historiando a pacientes anglohablantes y una buena dosis de imaginación para captar o al menos sospechar que lo que nos quieren decir es blood vial (tubo de sangre), bronchitis (bronquitis), collarbone (clavícula), Kerley B lines (líneas B de Kerley), electrolytes (electrólitos), nux vomica (nuez vómica), quinine (quinina), superficial phlebitis (flebitis superficial), varicose veins (varices) y water retention (retención hídrica), respectivamente.

     No es nada fácil, no, saltar de una lengua a otra cuando de la jerga de los pacientes se trata. Tiene mucho mérito el profesional que lo intenta a diario: el intérprete biosanitario.

Fernando A. Navarro

El que tiene boca se equivoca

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     Del mismo modo que entre médicos no son raras las confusiones entre adenina y adenosina, entre traqueotomía y traqueostomía, entre queratocito y queratinocito, o entre genético, génico y genómico, también en boca de los pacientes son frecuentes las confusiones entre tecnicismos sumamente parecidos.

       Normalmente, claro está, el médico echa mano del contexto para entender el sentido último de lo que su paciente está tratando de decirle. Ante frases como «a mí recéteme de marca, mejor que los genéticos esos» o «los transgénicos son siempre mucho más baratos», es evidente que solo puede tratarse de genéricos. Y lo mismo pasa con «el médico del pueblo lo atribuye a causas genéricas» (es decir, genéticas) y «a mí es que me dan mucho miedo los alimentos genéricos» (o sea, transgénicos).

       Algo parecido cabe decir para las confusiones, nada raras, entre atópico, atípico y ectópico («vengo de Alergia, y me han dicho que soy atípico», «hace tres años tuve una neumonía atópica», «la tuvieron que operar por un embarazo utópico»); entre glóbulo, lóbulo y óvulo («tengo pocos óvulos rojos en la sangre», «me vieron una sombra en un glóbulo del pulmón», «mi hija va y dice ahora que quiere hacerse donante de lóbulos, porque pagan bien»); entre ictérico e histérico («la médica le miró a los ojos y vio que estaba histérico», «empecé a ponerme nerviosa y acabé ictérica perdida»); entre lactante y laxante («lo dejaron ingresado en la unidad de laxantes», «llevo tres días sin hacer de vientre, y los lactantes no me hacen nada»), o entre supurar y suturar («me empezó a suturar venga pus y más pus», «tuvimos que ir a Urgencias para que le supuraran la herida»).

Fernando A. Navarro

Polisinonimia popular

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     Uno de los problemas del lenguaje médico es la sinonimia; porque no siempre resulta fácil saber, por ejemplo, que la fibrosis quística es lo mismo que la mucoviscidosis, también llamada enfermedad fibroquística del páncreas, síndrome de Clarke-Hadfield y enfermedad del beso salado.

     La multiplicidad de sinónimos distintos con un mismo significado puede darse tanto en el registro especializado como en el general, pero en la jerga popular es donde alcanza mayor intensidad. Por ejemplo, en las tres situaciones siguientes:

     Primero: anglicismos como escáner, que en boca de pacientes poco habituados a la lengua de Shakespeare puede verse deformado a escaño, escarnio, escay, escrámer e incluso escaléstric. “Fue a urgencias y le hicieron un escarnio de la cabeza”.

     Segundo: nombres de fármacos que resultan con frecuencia difícilmente pronunciables. Si a veces hasta los propios médicos tienen problemas para recordar o reproducir nombres como alacizumab, escitalopram, exemestano, glembatumumab, pemetrexed o zafirlukast, no es de extrañar que uno de los analgésicos más vendidos en todo el mundo, el ibuprofeno, podamos encontrarlo en la jerga de los pacientes con mil y una variantes: biofreno, bolufreno, buroprofeno, hipobrufeno, hipogluceno, iboprofeno, ibufremeno, ibufropeno, ibuprafeno, ipobrufeno, iprufeno, irbuprofeno, perofreno, uboprofeno, uroprofeno.

     Y tercero, algo parecido pasa con las marcas de productos farmacéuticos y parafarmacéuticos. En cierta ocasión oí decir a una adolescente: “Una amiga mía me ha dejado una caja de paté de foca, a ver si me ayuda a adelgazar”. Lo cual me resultaba un tanto extraño, porque nunca he probado el paté de foca, pero por su solo nombre yo diría que no debe de ayudar demasiado a adelgazar… La extrañeza me duró hasta que una farmacéutica me apuntó que posiblemente la muchacha se estaba refiriendo a un laxante vegetal llamado Fave de Fuca, que ella había oído pedir muchas veces por los nombres más variopintos, desde ave de fuca hasta vaca de faca, pasando por fabe de foca, fava de fuco, fe de fuca, fuco de fava, fuve de faca, vaca de fuca y unas cuantas variantes más.

Fernando A. Navarro

La miaja de apechusque

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     Su breve declaración televisada circuló ampliamente por la Red, y puede verse aún en YouTube. El corte corresponde al programa El intermedio de La Sexta emitido el pasado 16 de enero. Petra Alarcón del Hoyo, vecina de Honrubia (Cuenca), expresa el malestar de los vecinos ante la decisión administrativa de cerrar, por afán de ahorro, las urgencias nocturnas en 21 zonas rurales escasamente pobladas; con lo que los habitantes de los pueblos afectados se verán obligados a desplazarse decenas de kilómetros si precisan de atención médica. Y se expresa ante las cámaras en su esplendoroso dialecto altomanchego local: «No te pongas a las nueve, que no te vale el santolio… Como te dé una miaja de apechusque, la(s) roscas».

       Me imagino esa misma explicación expresada en el consultorio de un centro rural de salud, ante un médico extranjero —polaco, pongamos por caso— incorporado apenas unos meses atrás al Sescam, y me entran sudores fríos solo de ponerme en su situación. Como a buen médico, le supongo un coeficiente intelectual por encima de la media y doy por sentado que interpretará correctamente «ponerse» como ponerse enfermo y ese «a las nueve» como las nueve de la noche (puesto que el horario nocturno de un punto de atención continuada cubre de las ocho de la tarde a las ocho de la mañana), y también que el contexto le permitirá deducir que «roscarla» viene a ser lo mismo que palmarla, diñarla o espicharla. Como a buen polaco, lo supongo también católico a machamartillo y doy por sentado incluso que sabrá relacionar ese «santolio» de la buena señora con los santos óleos de la extremaunción.

       Pero aun así, imagino bien su perplejidad ante el uso de la miaja como unidad de medida; porque ¿cuánto exactamente de apechusque es una miaja? Y, sobre todo, ¿qué diantres es un apechusque?

       Cuando salimos de la facultad de medicina, estamos, sí, medianamente preparados para afrontar el diagnóstico diferencial del dolor precordial, del síndrome miccional o de la epistaxis. Pero a ver quién es el guapo que se atreve con el diagnóstico diferencial entre un apechusque, un arrechucho, un patatús, un yuyu, un chungo, un jamacuco, un soponcio, un pallá y un aciburrio.

       Mucho me temo que nuestros diccionarios médicos, incluso los más trabajados, son todavía, ¡ay!, pobres pobres pobres de solemnidad en lo que respecta a la copiosa jerga popular de los pacientes.

Fernando A. Navarro


Polisemia de la jerga popular

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     Comentábamos hace unos meses la multiplicidad de sinónimos distintos que, con un mismo significado, podemos encontrar en la jerga popular de los pacientes. Para el tecnicismo marcapasos, por ejemplo, dispone el habla popular de un montón de vulgarismos sinónimos de lo más variopinto, como cantapasos, cartapacios, cortapasos, cuentapasos, mancapasos, matapasos y pasapasos, entre unos cuantos más.

     Pero puede darse también el caso contrario: el uso de un mismo barbarismo popular con dos o más significados, situación esta relativamente frecuente en la jerigonza vulgar. En este caso no hablamos ya de sinonimia, sino de polisemia, que puede constituir asimismo un serio problema para la comunicación entre médico y paciente.

     En ocasiones, la polisemia obedece a un acortamiento que viene ya del registro formal; por ejemplo, en un frase como «me hicieron el letro la última vez que vine a urgencias», donde el paciente se limita a reproducir la apócope jergal electro que usó en su momento el personal sanitario del servicio de urgencias, y que ahora obligará al médico de guardia a tratar de desambiguar preguntando al paciente si lo que le hicieron entonces fue un letro del corazón (es decir, un electrocardiograma) o un letro de la cabeza (esto es, un electroencefalograma).

     Otras veces, la polisemia responde en realidad a una cuestión de homonimia, por confluencia de términos que se escriben igual, pero tienen distinta etimología. Pienso, por ejemplo, en un barbarismo como culista, que tanto puede designar al oftalmólogo (por deformación del tecnicismo oculista) como al proctólogo (por acuñación neológica a partir del culo o ano, zona anatómica de la que se ocupa la proctología). Obsérvese, por cierto, que este último especialista, el proctólogo, da también lugar por deformación a prostólogo, que es a su vez voz homónima, por acuñación neológica, del especialista que se ocupa de las enfermedades de la próstata (esto es, el urólogo).

Fernando A. Navarro

Pitera

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     Desde muy pequeño, lo tenía bien claro: si uno se da un golpe en la cabeza y hay contusión con un bulto, eso se llama chichón; pero si hay herida abierta, que sangra, entonces es una pitera. Tan acostumbrado estaba a estos términos populares, que me sorprendió mucho la primera vez que, ya médico y en el hospital, un colega me aseguró no haber oído nunca eso de pitera. Empecé entonces a preguntar a otros médicos de distintas zonas de España y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que prácticamente solo entendían el término mis paisanos de Salamanca. Acudí entonces al Diccionario de la Real Academia Española y vi que sí lo trae recogido, con la definición de «herida abierta en el cuero cabelludo», pero con la marca de regionalismo extremeño y salmantino.

     Más aún me sorprendió comprobar que la mayor parte de los médicos de fuera de Salamanca carecen de un término específico que abarque el espacio semántico de pitera. Cuando les pedía que me dijeran cómo llaman ellos a la herida abierta en la zona del cuero cabelludo, la mayoría se limitaban a devolverme perífrasis como «herida en la cabeza» o «brecha en la cabeza», y solo alguno que otro recurría a otra voz popular como descalabradura.

     En casos así, tal vez no fuese mala idea que el médico aproveche la acuñación popular, a veces más precisa que nuestro lenguaje técnico. Y, desde luego, conviene al menos conocer el término, para cuando un paciente lo use en nuestra presencia. Acudo, de hecho, a un glosario de salmantinismos recopilado por Manuel Mateos de Vicente (Términos lígrimos salmantinos y otros solamente charros, 2004) y encuentro en él pitera, por supuesto, pero también muchos otros términos que un médico podría oír fácilmente en el consultorio: acancinado (flaco), aguadije (exudación serosa de una herida), andancio (epidemia), arrayada (calambre), comisque (que come poco), enconarse o malingrarse (infectarse [una herida]), escupiña (saliva), fullón (ventosidad silenciosa), garifo (friolero), gata (agujetas), guto (goloso o comilón), lamber (lamer, chupar), morillones (muslos), papo (estómago), pedojo (niño con fallo de medro), raspalijón (rasguño), recalcón (esguince), revilvo (bizco). Todos ellos forman parte del acervo léxico de la medicina —conviene no olvidarlo—, exactamente igual que bezoar, dispareunia, halitosis, megacariocito o transaminasa.

Fernando A. Navarro

Baturrismos médicos populares

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     En relación con mi artículo sobre el localismo popular ‘pitera’, Blanca Piedrafita comenta en la lista de Tremédica lo siguiente:

Yo nunca había oído [lo de pitera], pero me parece una palabrita de lo más melodiosa. En el Alto Aragón eso es una cuquera, como los agujeritos de donde salen cucos (bichos en general), pero en la cabeza. Mi padre siempre cuenta que tuvo una cuantas en su niñez —¡buena pieza que debía ser!—, y yo misma me llevé algunos puntos. También echo de menos en esa estupenda lista la garrampa, que es un calambre. La tripa hacía mal, no dolía, y no te caías de bruces, sino que te esmorrabas; si no era de bruces, te estozolabas. Aunque esta segunda implica ir de cabeza (tozuelo; y, cabezota, tozolón), y resbalarse es esbarizar.

      Cierto, en esa entrega sobre la pitera mencioné únicamente algunos coloquialismos típicos del habla salmantina. Cada región de España tiene los suyos propios, que en conjunto forman un riquísimo acervo de términos médicos populares, hasta ahora solo insuficientemente estudiado e inventariado.

      Para el habla altoaragonesa que menciona Piedrafita no sé, pero para la bajoaragonesa sí podríamos echar mano del Glosario de términos utilizados en el Bajo Aragón compilado por Antonio Serrano (y que en su momento recibí por cortesía de Guillem Prats, jefe del Servicio de Microbiología del Hospital Valle de Hebrón de Barcelona). Si así lo hacemos, encontraremos en él, por ejemplo, términos como borroco (chichón), caganidos (benjamín de una familia numerosa), campar (estar bien de salud), chirnete (herida pequeña), desipela (erisipela), duricia (callosidad), endengue (enfermizo), espelletar (despellejar), foeta o foyeta (nuca), garcho (bizco), millico (ombligo), morrandera (herpes labial), pasia (epidemia), pichar o pijar (orinar), ranclear (cojear), rebiscolar (mejorar de una enfermedad), reglote (eructo), repretar el cuerpo (estar estreñido), sancero (lozano) y sondormir (dormitar).

Fernando A. Navarro

Lenguaje de pacientes (I)

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Comienzo con éste una serie de artículos sobre el lenguaje utilizado por los pacientes. No pretenden ser más que una eutrapelia, lo que la Academia define como “discurso, juego u ocupación inocente, que se toma por vía de recreación honesta con templanza”.

Empezaré con los términos para mencionar los órganos genitales sin tener que nombrarlos explícitamente. Tales eufemismos muestran una brillante imaginación, una capacidad asombrosa para decir palabras que a simple vista no tienen nada que ver con el objeto nombrado. Lo más singular está en que, a pesar de todo, muchos de esos términos son entendidos por casi cualquier oyente. Contribuyen a este fácil entendimiento los signos de la denominada “comunicación no verbal” que simultáneamente proporciona el interlocutor. Sonrisas conejiles; miradas furtivas a la entrepierna; levantamiento de cejas; leves ademanes de cabeza; o el más universal signo de compadreo, de compartir con el otro un secreto: guiñando un ojo con rapidez. He aquí algunos ejemplos:

-Masculinos: caño de la orina, el miembro, el grifo, el tubito, el pajarito.

-Femeninos: la boca del cuerpo, el tesoro, el tesorito (en las niñas), la hucha, la peseta, la almejita, el chichi.

-Masculinos o femeninos indistintamente: el empeine, la entrepierna, los bajos, los órganos, las partes, el asunto, la cosa, lo mío, lo de ahí, las vergüenzas, el bien, la joya, el sitio del gusto.

José Ignacio de Arana

Lenguaje de pacientes (II)

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Los peculiares sinónimos de los genitales y prácticas afines, como veíamos el lunes pasado, son muchas veces un florilegio de disparates que darían para varias páginas en un diccionario en un diccionario médico si se aceptaran académicamente. En repertorios de otro tipo sí se ha hecho, y ahí tenemos el Diccionario secreto de C. J. Cela.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) define a ésta con unas largas frases en las que se incluyen tanto datos positivos (bienestar, correcta alimentación, normal funcionamiento orgánico), como otros negativos (ausencia de enfermedad, etc.). Todo eso está muy bien, queda un poco prolijo, pero obedece a la auténtica dificultad que cualquier persona va a encontrar para establecer una definición breve, concisa y exacta de lo que es la salud.

Ni siquiera estamos seguros de que el concepto y, sobre todo, la vivencia de salud sean uniformes para todos. Desde luego que entre el achacoso y el rozagante existen una infinidad de estados intermedios en los que se podría hablar con cierta objetividad de estar sanos o, si se quiere, de no estar enfermos. En el fondo, la cuestión radica en que la salud consta de un mínimo componente físico y de un mayor componente psicológico o, mejor dicho, anímico. Lo que cada cual entiende por salud es a veces sorprendente.

En una de mis visitas asistí a un hombre que padeciendo una enfermedad poco importante se encontraba muy decaído de ánimo, algo que me resaltó su esposa con gran énfasis. Le puse un tratamiento y en una segunda visita pude comprobar cómo la enfermedad, lo que yo creí que era toda la enfermedad, había desaparecido. Así se lo comuniqué al matrimonio, pero frente al silencio del hombre, la esposa me dijo:

–No, doctor, todavía no está curado.

Aquel todavía parecía invalidar mi acierto diagnóstico y terapéutico.

A la semana entró la mujer en mi consulta para solicitar el parte de alta laboral.

–Entonces, ¿ya está curado del todo?

–Ahora sí, doctor. Ahora sí (la mujer lo decía con aplomo de absoluta seguridad y una amplia sonrisa en los labios).

–Y eso, ¿cómo lo han sabido ustedes?

–Pues, ¿cómo ha de ser?, lo natural. Anoche, por fin –la sonrisa de la mujer se hizo más grande– cumplió. Ahora sí que está curado de veras.

Así pues, para aquel matrimonio, en especial para su mitad femenina, la salud radicaba en el perfecto y preceptivo cumplimiento del débito conyugal. Algo que a los sesudos científicos y políticos que diseñaron la estructura y fines de la OMS quizás no se les pasó por la imaginación.

José Ignacio de Arana

Lenguaje de pacientes (III)

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La tecnología perdería gran parte de su aura de prestigio si prescindiera del lenguaje complicado para expresar sus términos. Ciertamente en gran parte de las ocasiones esto no es posible porque el origen marca el nombre de las cosas, y en el caso de la tecnología éste se encuentra en objetos o conceptos que ya de por sí tienen un lenguaje complejo para el común de las gentes.

Lo gracioso sucede cuando ese afán humano por estar a la altura de los tiempos, unido al tantas veces difícil ejercicio de nombrar correctamente las cosas que no entendemos, se va a manifestar con absoluta falta de rubor y de conciencia del equívoco.

Es el caso de aquella mujer que relatando los problemas que había tenido durante muchos años de matrimonio para conseguir descendencia, explicaba así el éxito obtenido con las nuevas técnicas reproductivas:

Pues fuimos a la clínica X, me incineraron (inseminaron) y me quedé embarazada de gemelos.
– En el parto se me encajó el féretro (feto) y tuvieron que hacerme la necesaria (la cesárea).
– Que yo sepa, en mi árbol ginecológico (genealógico) no ha habido esas enfermedades que usted dice.
– Mañana le hacen una coreografía (ecografía) a mi mujer y el médico nos dirá si es niño o niña.
– Me han hecho una lamparoscopia (laparoscopia).
– Me ha dicho el médico que no coma mucha grasa porque tengo los triciclos (triglicéridos) altos.
– Quiero que me haga un análisis para ver como tengo el ácido único (ácido úrico).
– ¿Han llegado los resultados de mi eurocultivo (urocultivo)?
– Manolín se ha roto el brazo, pero me han dicho que sólo es una fractura en espárrago verde (en ‘tallo verde’).

José Ignacio de Arana

Lenguaje de pacientes (IV)

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Los familiares de pacientes ingresados en una UVI asisten con angustia a las entradas y salidas de los médicos para abordarlos en requerimiento de alguna información sobre el estado del enfermo y muchas veces sólo reciben el comentario de que hay que seguir esperando porque ese estado puede variar radicalmente en el curso de minutos o de horas. Algunas de esas personas se refieren a su familiar diciendo gráficamente que está entre cristales  puesto que tal es la imagen más visible para ellos de una UVI.

Un hombre explicaba a otro la situación de un enfermo:

-Está motorizado (monitorizado) en la urbis (UVI) porque ha revolucionado (evolucionado) mal de la operación.

Las palabras se trastabillan en otras situaciones de tensión:

-Doctor, por fin ¿cuándo me van a hacer la autopsia?
-Querrá usted decir la biopsia.

-Al niño le han encontrado en un analís que tiene velocidad en la sangre. Pero es lo que yo le decía al de cabecera: ¿cómo no va a tener velocidad si no para ni un momento quieto?

-A un pariente mío que padecía del corazón le han tenido que operar para ponerle un pasacalles (marcapasos).

-Fulano está grave, me han dicho que tiene pelucas (melenas).

-Tengo mal aliento porque padezco de pedorrea (piorrea).

-En la radiografía el médico ha visto que tengo llena de piedras la basílica balear (vesícula biliar).

 José Ignacio de Arana


Lenguaje de pacientes (y V)

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Más vocabulario de los pacientes: frases auténticas, como podrían certificar muchos lectores que también las habrán escuchado.

−Por fortuna, después del accidente no me han quedado espuelas (secuelas), y eso que tuvieron que quitarme un minúsculo (menisco) de la rodilla.

−Me duele la quinta columna o la calumnia vertical (columna).

−Tengo las verticales (cervicales) completamente descalificadas (descalcificadas).

−Lo que yo temo es estar perdiendo audiencia (audición).

−Con tanto aumento de diotrías (dioptrías), ¿puedo quedarme evidente (invidente)?

−El niño no anda bien porque tiene un retraso en el ciclomotor (desarrollo psicomotor).

−Por el accidente llevo más de una semana en estado de cardenales.

−Me ha salido un bulto en los tentáculos (testículos).

−El niño nació con agua en el vestíbulo (hidrocele).

     Un matrimonio mayor que acudió a una consulta tenían ambos un problema de audición, más acusado en el marido, que era el enfermo; padecía un cuadro de tos por lo que el médico quiso saber algunos detalles.

−Cuando tose, ¿echa flemas?

−¿Cómo dice?

     El hombre inclinaba la cabeza hacia delante en un gesto inútil para aumentar la percepción de los sonidos. La mujer vino en su ayuda y levantando la voz, casi pegada a su oreja, le tradujo:

−Mariano, el doctor quiere saber si blasfemas cuando toses.

José Ignacio de Arana

Riberismos médicos populares

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     La Asociación Española de Traductores (Asetrad) celebró el año pasado su asamblea anual en Tudela, y publicó con ese motivo un pequeño Vocabulario tudelano extraído del Vocabulario navarro (1952) de José María Iribarren, a partir de la reedición de 1984 con adiciones de Ricardo Ollaquindia.

     Lo hojeo, y me sorprende agradablemente comprobar que en Tudela tienen dos términos coloquiales —en lugar de uno solo, como en Salamanca— para la pitera o herida del cuello cabelludo: brochero si es grande o extensa, cachera si es pequeña.

     Y encuentro también en el librito numerosos términos populares del ámbito médico. Muchos de ellos los hubiera entendido fácilmente sin necesidad de explicación. Ante un paciente tudelano que me dijera «m’han inyesau el brazo», por ejemplo, o «me dio un golpe de tos que se me caeron los dientes postizos al plato y mi mujer, que es mucho asquerosa, no remató de comer», yo entendería sin problemas que inyesar es allí lo mismo que enyesar o escayolar, y que asquerosa, se aplica en Navarra a la persona que siente asco o repugnancia por algo.

     Lo mismo me pasa con alitargón (pesadez o aletargamiento tras una comida copiosa), arajea (gragea), calamocha, cogota, cholo o mocha (cabeza), colodrón (coscorrón), dentarrada (dentellada), desosiego (desasosiego), esbarizarse o esvararse (resbalarse; y esbarizoso o esvaroso, resbaladizo), escagarruciarse (tener diarrea), escogotar (desnucar), extrema (extremaunción), galleta (bofetada), garras de alambre (piernas largas y delgadas), glárima (lágrima), lujación (luxación), malancia (enfermedad, dolencia), mamantar (amamantar), masiau (demasiado), menora (muchacha menor de edad), mocador (pañuelo), moquitear (moquear o lloriquear), pulso (sien), puntillón (golpe con un objeto punzante), ranguear o renguear (renquear), rincor (rencor), sudol (sudor), tardano (hijo nacido tardíamente, pasados los 40), tastarrazo o tastazo (testarazo), tetina (chupete), tripotón (vientre abultado), zaporrotazo (porrazo, golpetazo) y zongón (perezoso, vago, haragán). Todos estos tudelanismos creo que los hubiera entendido con ayuda del contexto o por semejanza con otros idénticos o parecidos que estoy acostumbrado a oír por mi tierra.

     Pero muy distinto sería el caso si ese mismo paciente me dijera «llegué a casa regalau»; no me hubiera sido fácil adivinar que quiere decirme «sudando a mares»; o si me dijera «estoy hecho una carrancla», «tengo los dedos enganchados» o «en la iglesia m’hi quedau perleticau». Perleticau o algo peor me quedaría yo, seguramente, sin saber qué responder.

     Al médico llegado de fuera para ejercer en la zona rural de la Ribera navarra no le vendría nada mal un vistacito al Vocabulario tudelano de José María Iribarren, para ir familiarizándose con riberismos como apocarse (quedarse sin respiración), caclas o carraclas (achaques), cagateclas (alfeñique, mimoso), camastrón (mozo viejo, solterón), chucha o gueña (excremento humano), churrupazo (trago), en colitatis (en cueros, desnudo), empilmar (aplicar un emplasto), enganchado (aterido de frío), escancayau (descoyuntado, descuajeringado), estar escocido (tener gonorrea), estar en porvo (estar en ayunas), estozolarse (caerse, darse una costalada), hacerse vivo (desperezarse, levantarse de la cama), jarreta (pierna), lambinero, laminero o lambroto (goloso, glotón), librar (dar a luz, parir), macucaña (fingimiento, cuento), mollón (bulto), pasmo pasau (resfriado mortal), perleticau (tieso de frío), rasma o rasmia (antipatía, ojeriza; también roña), resilante (rijoso, salido, libidinoso), resonil (redolor, dolorimiento), rusmiada (rozadura, arañazo), urzaya (niñera joven), vergueto (picadura de un tábano), vertenta (parturienta), zambota (yema de los dedos) y zarrabastrada (venada).

Fernando A. Navarro

Estomagante

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Las funciones orgánicas, fisiológicas o no, dan mucho juego y se instalan fácilmente en el imaginario popular. Y entre los sistemas o aparatos que conforman el cuerpo el digestivo es el que más palabras aporta. En nuestro idioma lo escatológico es frecuente desde hace siglos. Pero no es a esta cuestión “final del proceso digestivo” al que me quiero referirme, sino a las que atañen a una porción más alta.

Algo nauseabundo o vomitivo no tiene por qué provocar la expulsión violenta del contenido gástrico; incluso el adjetivo puede aplicarse a algo tan inmaterial como una idea o una actitud ajena. El “buen sabor de boca” es una grata sensación ante el resultado de un hecho o un debate, por ejemplo. El “rechinar de dientes” no es necesariamente un episodio de bruxismo sino un íntimo malestar por inquina hacia otro o reconocimiento de alguna culpabilidad.

Una palabra de este tipo es estomagante: “Que causa fastidio, enfado, cansa, carga, desagrada, empalaga, enoja o hastía”. Todos los médicos que hemos asistido a pacientes afectos de alguna patología gástrica hemos escuchado de labios de éstos relatos de su dolencia que utilizaban términos muy similares.

Uno de los más descriptivos y, por tanto, humanos, era el oído por mí en repetidas ocasiones de “siento tristeza en la caja del cuerpo”; es decir, una percepción estomagante. ¿No es perfecto en este caso el traslado de una condición médica al lenguaje común?

José Ignacio de Arana

Quien tiene boca, se equivoca

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Nunca he entendido bien, la verdad, los aires burlones de superioridad con los que muchos de mis colegas comentan los barbarismos médicos populares que han oído en boca de sus pacientes. Ese mirar por encima del hombro y reírse de un enfermo o de un familiar que, sin haber recibido formación especializada en medicina —a veces, ni siquiera estudios de bachillerato—, intenta pronunciar un tecnicismo griego o latino que quizás antes solamente ha oído usar una vez a un profesional sanitario, o el nombre rarísimo de un nuevo fármaco. Y, claro, lógicamente lo hace mal.

Pero ya dice el refrán que «quien tiene boca, se equivoca», y los médicos no son una excepción al dicho. Yo suelo guardarme mucho de hacer burla de la ignorancia ajena, no vaya a ser que alguien me señale luego las vigas en el ojo propio; que las tenemos.

¿O no nos trabucamos también los propios médicos con los tecnicismos griegos o latinos? Ciertamente es difícil que un facultativo llame *indiopática* a una enfermedad de causa desconocida o prescriba una vacuna contra el *tuétanos*, pero yo sí he conocido médicos que llaman *esfingomanómetro* al aparato para medir la tensión arterial o *hipercapnea* al aumento de la concentración sanguínea de CO2. Probablemente ningún galeno llamará *mazapán* al diazepam, *filipino* al nifedipino ni *mancomicina* a la vancomicina, pero sí he oído a médicos —y no una vez ni dos ni diez, sino centenares de veces— llamar *filgastrim* al filgrastim y *propanolol* al propranolol. De hecho, estoy seguro de que más de un lector del Laboratorio no dará crédito a esto que está leyendo y se preguntará: «pero ¿cómo?; ¿que este bloqueante β no se llama ‘propanolol’? ¡Pero si llevo toda la vida llamándolo así, desde los años de estudiante en la facultad!»

Tampoco el médico confundirá ‘anticonceptivo’ con ‘anticongestivo’ («de anticongestiva estoy tomando Yasmín», decía una muchacha el otro día en la sala de espera del centro de salud), ‘célula’ con ‘férula’ («la médica esa de Urgencias no le puso más que una célula y me lo mandó para casa») ni ‘genético’ con ‘genérico’ («a mí por favor recéteme de marca, mejor que esos nuevos de origen genético»); pero sí conozco muchos médicos que confunden —que confundimos— lo genético, con lo génico y lo genómico, que mezclan la quinina con la quinidina, los abscesos con los accesos, la asepsia con la antisepsia, los bisfosfonatos con los difosfonatos, la adicción con la adición, el ácido fólico con el ácido folínico, la creatina con la creatinina, la ectasia con la estasia, las liasas con las ligasas, la molaridad con la molalidad, las neurofibrillas con los neurofilamentos, la oligospermia con la oligozoospermia, el surco glúteo con el pliegue interglúteo, la tirosina con la tiroxina, la tolerancia con la tolerabilidad.

No, el lenguaje técnico de la medicina no es nada fácil. No lo es para los especialistas, ¿cómo iba a serlo para los pacientes y sus familiares?

Fernando A. Navarro

Zancajos

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Lección, absolutamente real, para que aprendamos un poco más de nuestro rico lenguaje.

A un pueblo de la España profunda llegó para hacer una suplencia veraniega una jovencísima médico, con la carrera terminada hacía muy pocas semanas. El pueblo tenía doscientos habitantes y la asistencia media a la consulta del médico titular era de unas diez o veinte personas diarias. Pero el día que llegó la nueva doctora la sala de espera reunía una aglomeración de cincuenta personas (¡25% de la población!). La doctora tragó saliva, respiró hondo varias veces y, una vez acomodada en su silla, con un par de manuales médicos bien a su alcance para recurrir a su consulta ante la menor duda, ordenó que pasara el que iba a ser el primer paciente de su vida profesional.

Entró una mujer bajita, de complexión recia, con la piel de la cara y los brazos morena, seca y hasta callosa. Se sentó con las piernas un poco separadas y los codos apoyados en la mesa y se quedó mirando fijamente a la doctora.

—A ver, ¿qué le pasa? dijo ésta.

Pues nada, que me duelen los zancajos.

A la médico un aire se le iba y otro se le venía. Eso de los zancajos no venía en ningún libro, no lo había oído en su vida y no tenía la más remota idea de a qué localización anatómica se podía referir. Pero ¿cómo iba a reconocer su ignorancia en aquella su primera actuación de la que de seguro dependerían la aceptación y el prestigio ante los habitantes de aquel pueblo que estarían expectantes esperando que esa mujer saliera para interrogarla sobre los modos y los saberes de “la nueva”?

Y dígame, ¿cuando come usted le duele más?

¡No, hija!, ¿por qué me va a doler más cuando como? repuso la paciente con cara de asombro.

Una vez eliminado el aparato digestivo como asiento de la misteriosa enfermedad, había que seguir con la inquisición.

¿Y hay algún momento del día en que le duela más?

¡Pues sí!, a la hora del paseo.

“Caliente, caliente”, pensó la doctora para sus adentros.

¿Cuando anda le duele más?

¡Eso mismo, eso mismo! la mujer palmoteaba con entusiasmo como si aquello fuera un juego de adivinanzas.

La doctora estaba a punto de explosión pero aún fue capaz de sujetar su nerviosismo.

¡Señálese el punto exacto donde le duele! ordenó.

Y la mujer se señaló… los talones; le dolía el tendón de Aquiles y a eso en aquel pueblo lo llamaban zancajos.

José Ignacio de Arana

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